¿Puede un ateo convertirse al Catolicismo sin mediar argumentación alguna?

“Dios existe, yo me encontré con él”,
afirmaba el periodista André Frossard,
que consideraba  las cosas
de la religión como de otros tiempos.

Impactante es el relato de la conversión súbita, no precedida por ninguna evolución intelectual, de André Frossard (1915-1995), destacado periodista de “Le Figaro” de París, en su libro best seller durante años en Francia intitulado: “Dieu existe, je l’ai rencontré”, “Dios existe, yo me encontré con él”.
Cuenta cómo, a sus veinte años, encontró bruscamente la verdad cristiana, educado en un ambiente familiar de un ateísmo perfecto, donde no se pensaba de manera alguna en la existencia de Dios. Él mismo decía de sí: “no siento curiosidad alguna por temas de religión. ¡Cosas de otros tiempos!” (Frossard, 1969). Entrando en una iglesia escéptico, más aún indiferente, a su joven edad, acabó saliendo, considerándose una criatura pronta para el bautismo en la Santa Iglesia Católica.  

En un apasionante relato, con su pluma de escritor y periodista, describe las circunstancias de su encuentro con Dios. Estaba acompañando a su amigo Willemin para ir a cenar, éste previamente detiene el vehículo en un lugar: “me ofreció una opción, seguirlo o esperarlo algunos instantes. Lo esperé”. Confirma con sus ojos que el lugar en que entrara era una capilla y piensa: “bueno, iba a rezar o hacer otras de esas actividades que tomaban tanto tiempo a los cristianos. Razón a más para quedarme donde estaba”. El tiempo corría, cansado de esperar el fin de las incomprensibles devociones que retienen a su compañero, optó por entrar a examinar más de cerca. Era la capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora. Encuentra frente a él un ambiente que nunca había visto. Está, fuertemente iluminada encima de un altar mayor todo vestido de blanco, rodeado de flores, candelabros y otros ornatos, “una gran cruz de metal labrado, que lleva en el centro un disco blanco opaco”. Nunca había visto un ostensorio “habitado, ni mismo, pienso yo, vi una hostia, e ignoro que estoy delante del Santo Sacramento para el cual se encienden dos hileras de cirios”.

Rememora a seguir, de forma que emociona, cómo mirando el Santísimo “se desencadena, bruscamente, la secuencia de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que yo soy. Y hará venir a la luz del día, maravillada, el niño que hasta entonces nunca fui”. Expresaba posteriormente que fue, este momento, una “emboscada divina”.

Nos recuerdan, estas expresivas afirmaciones, lo que de sí mismo relata San Agustín, de su proceso de acercamiento a Dios en su libro Confesiones: “¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces en mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas” (Confesiones. Lumen, p. 193).

Si consideramos también, en pocas palabras, la conversión del conocido escritor francés Paul Claudel (1878-1955), cuando asistiendo al canto del oficio de Vísperas en la Catedral de Notre-Dame, en París, queda conmocionado al oir el canto del Magníficat. En medio de un silencio religioso, en cuanto las armonías del órgano resonaban en las ojivas de la secular iglesia. Algo invadió su corazón, que fue tocado y creyó. “Desde entonces, todos los libros, todos los razonamientos, todos los acontecimientos de una vida agitada, no pudieron hacer vacilar mi fe, y a decir verdad, ni tocarla” (Claudel, 1949). Creyó con una tal fuerza de adhesión y certeza de alma, que no había lugar para duda alguna. Era una misa de Navidad. Así fue que se convirtió el autor de la famosa frase: “la juventud no fue hecha para el placer, sino para el heroísmo”.

Estos y muchos otros hechos nos muestran cómo pueden, inesperadamente cualquier hombre o mujer - no sólo ilustres personajes como relatamos - ser impactados por una ceremonia religiosa llena de unción y belleza, con su música sacra, en la majestuosidad de las iglesias, con sus coloridos vitrales. Efectos que actúan como un “dardo que alcanza el alma, hiriéndola” (Ratzinger, 24-8-2002), conmoviendo los corazones. La belleza, en las celebraciones litúrgicas de la Santa Iglesia, seria un camino nuevo para adentrar a los hombres de hoy en lo religioso de la vida.

Vivimos hoy un mundo en el cual el relacionamiento con Dios se hace muy difícil, se va perdiendo la sensibilidad a la voz de Dios, ante la cual no fueron “sordos” ni Frossard, ni Claudel, menos aún San Agustín. El hombre moderno está en una “sordera espiritual”, tiene el corazón embotado, “es duro de oídos, ha cerrado los ojos” (Isaías 6,9)
Ante esto, la belleza y santidad serán los remedios. Lo sagrado entrando como una irrupción desbordante en las almas abre los “ojos” del corazón al misterio. Los “ojos” de un ateo, de uno que no cree en Theos (Dios en griego), “a-Theos”; a quien sería difícil demostrarle por la inteligencia, por raciocinios, la existencia de Dios, pero que por este camino, penetra subrepticia la acción del propio Dios en su corazón y lo convierte.
Será una renovación, no sólo la conversión de uno u otro ateo, sino también de aquellos creyentes, católicos, mismo no católicos, lograda con el auxilio de la gracia de Dios. Pongamos este mundo paganizado, esta situación de crisis de fe que vivimos, en manos de Aquella que es llamada de restauradora de la vida sobrenatural en las almas (LG, 61), María Santísima.
La Prensa Gráfica de El Salvador, 1º de agosto de 2017
P. Fernando Gioia, EP.
Heraldos del Evangelio.


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