El canto que brota de la vida interior

El Coro de los Heraldos del Evangelio es mundialmente conocido por su vasto repertorio de Cánticos Gregorianos. Su discografía está compuesta por decenas de CDs.

Pocos compositores clásicos lograron tanta fama y reconocimiento como Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Dotado con capacidades musicales extraordinarias, a los cinco años empezó a componer los primeros minuetos. Su genialidad despertó la admiración de grandes maestros contemporáneos y posteriores a él como Schubert, quien luego de escuchar una de estas piezas musicales, exclamó: “Parece que los ángeles participan con su canto”.

La obra de Mozart es fecunda. A decenas de sinfonías, conciertos, serenatas y óperas se les reúnen dieciocho misas, cuatro letanías, tres vísperas, además de innumerables cantatas, oratorios y otras composiciones sacras.

Sin embargo, de cara a esa vasta producción de índole tanto religiosa como profana, Mozart afirmó: “Daría toda mi obra por haber escrito el ‘Prefacio' de la Misa Gregoriana”.

¿Qué perfección, esplendor y misterio encierra el canto gregoriano para que el célebre compositor de Salz burgo hiciera una declaración tan sorprendente?

Historia que se confunde con la de la Iglesia

Durante siglos se admitió universalmente que los himnos de la antigua sinagoga, más propiamente los salmos, contribuyeron a formar las raíces del canto de la Iglesia, puesto que los Apóstoles y muchos discípulos suyos eran judíos. Sin embargo, a mediados de la década de 1990 algunos estudiosos comenzaron a contradecir esta tesis, alegando que los primeros cristianos no utilizaban los textos de los salmos, pues se dejaron de cantar en las sinagogas después de la destrucción del Templo el año 70 d. C.

No obstante, es imposible negar que los primeros ritos cristianos tomaron elementos de las ceremonias judías. La raíz de las horas canónicas está en las oraciones israelitas, las palabras “amén” y “aleluya” vienen del hebreo, y las tres invocaciones del sanctus derivan del triple kadosh , en la recitación del Kedusha. Es, como mínimo, muy probable que también hubiera influencia judaica en la música de la comunidad proto-cristiana. Poco se conoce de la historia del canto sagrado hasta fines del siglo VI, cuando el Papa San Gregorio Magno decidió unificar toda la tradición litúrgica florecida en los siglos anteriores.

Bajo su dirección, un cuerpo de músicos y estudiosos seleccionó las melodías más convenientes para las ceremonias litúrgicas, completó lagunas y refinó los cantos existentes, “velando con leyes y normas oportunas por la pureza e integridad del canto sagrado”.

El naciente género musical se hizo conocido como gregoriano , en alusión a la iniciativa del santo pontífice.

La “Schola Cantorum”

San Gregorio fundó también la Schola Cantorum , en donde se enseñaba y perfeccionaba el canto litúrgico.

Muchos monasterios y abadías enviaron religiosos a Roma para que recibieran allá la educación musical necesaria, y después volver a comunicarla a sus hermanos de vocación.

Los niños también tenían su sitio en la Schola Cantorum . Se ha dicho que el propio san Gregorio llegó a darles algunas clases. Ellos cantaban junto a los monjes, alternando cada versículo en los salmos y responsorios, al igual que las estrofas de los himnos.

La importancia de esta institución fue reconocida por los sucesores de san Gregorio, quienes siguieron incentivándola.

Este centro de referencia tuvo como efecto la unificación de los métodos de enseñanza del gregoriano en toda Europa, algo que sería fundamental para su progreso y perfección.

Íntima unión entre música y letra

El canto gregoriano no es un género musical en el sentido estricto del término. Nació como compañero inseparable de la oración, con el propósito de alabar a Dios y difundir las verdades de la fe. El texto de sus himnos, salmos y antífonas está tomado muchas veces de la Sagrada Escritura; por lo mismo, a menudo ha sido llamado “la Biblia cantada”.

Más de un siglo antes del reinado de san Gregorio, la unión íntima entre música y palabra había sido vivamente apuntada por el gran san Agustín. Al comentar los cantos “ejecutados con voz clara y modulada” , el obispo de Hipona describe sus propios sentimientos: “Juzgo que aun las palabras de la Sagrada Escritura excitan nuestras mentes a piedad y devoción, más religiosa y frecuentemente, cuando se cantan con aquella destreza y suavidad, cuando todos y cada uno de los afectos de nuestra alma tienen respectivamente su correspondencia en los tonos y en el canto que los suscitan y despiertan por una relación tan oculta como íntima”.

En el siglo XX, el Papa San Pío X coronó y precisó esta idea al enseñar que “como parte integrante de la liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles. La música contribuye a aumentar el decoro y esplendor de las solemnidades religiosas, y así como su oficio principal consiste en revestir de adecuadas melodías el texto litúrgico que se propone a la consideración de los fieles, de igual manera su propio fin consiste en añadir más eficacia al texto mismo, para que por tal medio se excite más la devoción de los fieles y se preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los sagrados misterios”.

Décadas después, Pío XII volverá a recordar que “la dignidad de la música sagrada y su altísima finalidad están en que con sus hermosas modulaciones y con su magnificencia embellece y adorna las voces del sacerdote que ofrece, o del pueblo cristiano que alaba al Altísimo; y eleva a Dios los espíritus de los asistentes como por una fuerza y virtud innata y hace más vivas y fervorosas las preces litúrgicas de la comunidad cristiana, para que pueda con más intensidad y eficacia alzar sus súplicas y alabanzas a Dios trino y uno”.

Y resaltando el uso de la música al servicio de las Celebraciones Eucarísticas, el Papa Pacelli agrega: “Ninguna acción más excelsa, ninguna más sublime puede ejercer la música que la de acompañar con la suavidad de los sonidos al sacerdote que ofrece la divina víctima, asociarse con alegría al diálogo que el sacerdote entabla con el pueblo, y ennoblecer con su arte la acción sagrada que en el altar se realiza”.

El uso del latín

El canto gregoriano se halla íntimamente ligado con la lengua de la Antigua Roma, y no tan sólo por su origen histórico. Muchos estudiosos propugnan que sus melodías nacen de la extensión del acento en las palabras latinas. Eso explica también la gran dificultad de acomodar el gregoriano a otros idiomas, pues no siempre coinciden los acentos melódicos con los idiomáticos.

François-René de Chateaubriand, famoso escritor francés del siglo XIX, muestra en una de sus obras más conocidas la riqueza expresiva del latín y su perfecta adaptación al culto divino:

“Creemos que una lengua antigua y misteriosa, una lengua que los siglos no alteran, era muy conveniente al culto del Ser eterno, incomprensible, inmutable.

Y, dado que la agudeza de nuestros dolores nos fuerza a elevar hacia el Rey de reyes una suplicante voz, ¿no es natural que se le hable en el idioma más gentil de la Tierra, en el mismo que usaban las naciones postradas cuando elevaban sus plegarias a los Césares? Además —¡qué cosa notable!— las oraciones en latín parecen duplicar el sentimiento religioso de las muchedumbres” .

De ahí que, entre otros motivos, el Concilio Vaticano II recomiende en su constitución Sacrosanctum Concilium , sobre la sagrada liturgia: “Procúrese que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponde”.

Grandeza y majestad del órgano

El gregoriano es modulado al unísono, aunque haya muchos cantantes.

Cuando aparecieron las primeras composiciones en el austero ambiente de los monasterios, sólo eran entonadas por voces humanas, sin acompañamiento instrumental.

El Papa Pío XI, en su Constitución Apostólica Divini cultus sanctitatem , afirma: “Ningún instrumento, ni aun el más delicado y perfecto, podrá nunca competir en vigor de expresión con la voz del hombre, sobre todo cuando de ella se sirve el alma para orar y alabar al Altísimo”.

Aun así, con el paso del tiempo, para asegurar la afinación y consolidar un apoyo que diera más esplendor a la música, fue permitido el uso del órgano en la ejecución de las melodías gregorianas, siempre y cuando no ahogara la voz de los cantantes. Dice el mismo Pío XI: “Por su maravillosa grandiosidad y majestad [el órgano] fue estimado digno de enlazarse con los ritos litúrgicos, ya acompañando al canto, ya durante los silencios de los coros y según las prescripciones de la Iglesia, difundiendo suavísimas armonías”.

El Papa Pío XII, siguiendo la huella de su predecesor, observa: “Entre los instrumentos a los que se les da entrada en las iglesias ocupa con razón el primer puesto el órgano, que tan particularmente se acomoda a los cánticos y ritos sagrados, comunica un notable esplendor y una particular magnificencia a las ceremonias de la Iglesia, conmueve las almas de los fieles con la grandiosidad y dulzura de sus sonidos, llena las almas de una alegría casi celestial y las eleva con vehemencia hacia Dios y los bienes sobrenaturales”.

Y S.S. Benedicto XVI, tras destacar que la finalidad de ese magnífico instrumento es “la glorificación de Dios y la edificación de la fe”, añade: “El órgano, desde siempre y con razón, se considera el rey de los instrumentos musicales, porque recoge todos los sonidos de la creación y —como se ha dicho hace poco— da resonancia a la plenitud de los sentimientos humanos, desde la alegría a la tristeza, desde la alabanza a la lamentación. Además, trascendiendo la esfera meramente humana, como toda música de calidad, remite a lo divino.

La gran variedad de los timbres del órgano, desde el piano hasta el fortísimo impetuoso, lo convierte en un instrumento superior a todos los demás. Es capaz de dar resonancia a todos los ámbitos de la existencia humana. Las múltiples posibilidades del órgano nos recuerdan, de algún modo, la inmensidad y la magnificencia de Dios”.

El Instituto Pontificio de Música Sacra

El arte vocal fue depurándose a través de los siglos. El canto llano dio paso a la polifonía, la polifonía a la música de cámara, y ésta a las grandes composiciones sinfónicas. Cuerdas, maderas y metales se fundían armoniosamente con las voces en partituras cuya grandiosidad y calidad artística parecían inaccesibles al canto sencillo y solemne de la Iglesia primitiva.

Así, a principios del siglo XX el gregoriano parecía relegado a monasterios y ciertas ceremonias litúrgicas en las que era irreemplazable. La música sacra en su conjunto corría el riesgo de quedar subordinada al arte, perdiendo su fin original. Esto motivó al Papa San Pío X a llevar a cabo lo que más tarde Pío XII denominaría “la orgánica restauración y la reforma de la música sagrada, volviendo a inculcar los principios y normas transmitidos por la antigüedad y reordenándolos oportunamente conforme a las exigencias de los tiempos modernos”.

Como fruto de su celo, en 1911 fue erigida en Roma la Pontificia Escuela Superior de Música Sacra, que en seguida se convirtió en el Instituto Pontificio de Música Sacra.

El Motu Proprio “Tra le sollecitudini”

La esencia de la reforma de san Pío X está contenida en el Motu Proprio Tra le sollecitudini , citado por el Papa Juan Pablo II como “código jurídico de la música sagrada”.

En este documento, a principios del siglo XX, el Papa define las principales cualidades que deben existir en una composición musical para que se la pueda considerar “sagrada”: “Debe tener en grado eminente las cualidades propias de la liturgia, conviene a saber: la santidad y la bondad de las formas , de donde nace espontáneo otro carácter suyo: la universalidad”.

El gregoriano, concluye san Pío X, ofrece dichas cualidades en grado altísimo, motivo por el cual se lo considera el canto propio de la Iglesia Católica.

Así, el Papa llega a establecer la siguiente ley general: “Una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano” .

Un refrigerio para el materialismo de nuestro siglo

Hay una relación misteriosa entre el canto y la oración. Sin duda, la belleza particular del canto sagrado consiste, más que en la perfección técnica, en reflejar ese poder arcano que tienen las artes para materializar el espíritu, la aspiración de las almas a la santidad. No sería exagerado decir que el gregoriano auténtico nace más del corazón que de los labios.

El Papa Pío XI percibió esto de manera admirable cuando afirmó: “Todo lo que emana de la vida interior de la Iglesia trasciende a los más perfectos ideales de esta vida terrena” .

Por ese motivo el canto gregoriano, pese a su remoto origen, conserva tanta vitalidad. Por ese motivo, también, es buscado, escuchado, admirado en su sencillez por innumerables personas, muchas de las cuales no son cristianas practicantes. La verdadera música sacra exhala el perfume de lo sobrenatural, ayudando a saciar la continua sed de sublimidad y eternidad que acosa a nuestro siglo, tan deformado por la ciencia y por la técnica.

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