¡Una luz resplandece en las tienieblas!
La
más fulgurante de las luces brilla en las tinieblas y ofrece la
verdadera Paz a la humanidad, sobre todo en nuestra era herida por
guerras, catástrofes y amenazas. Junto a María, a José y a los pastores,
adoremos en el pesebre al Niño Dios, el Príncipe de la Paz.
1 Por aquellos días salió un edicto de César Augusto, ordenando que se
empadronase todo el mundo. 2 Este primer empadronamiento tuvo lugar
siendo Quirino gobernador de Siria. 3 Iban todos a empadronarse, cada
uno a su ciudad. 4 Subió también José desde Galilea, de la ciudad de
Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él
de la casa y familia de David, 5 para empadronarse con María, su esposa,
que estaba encinta. 6 Y mientras ellos estaban allí, se le cumplieron
los días del alumbramiento, 7 y dio a luz a su hijo primogénito, le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no había sitio
para ellos en el mesón. 8 Había en la misma comarca unos pastores que
dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. 9 Se
les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en
su luz; y se llenaron de gran temor. 10 El ángel les dijo: «No temáis,
pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: 11 Os
ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo
Señor. 12 Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre». 13 Al instante se juntó con el ángel
una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: 14
«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad» (Lc 2, 1-14).
Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
I – Cristo, el centro de la Historia
I – Cristo, el centro de la Historia
Vivimos
en el año 2011 y a nadie le caben dudas al respecto, porque así quedó
establecido, por consenso universal, el criterio para elaborar nuestro
calendario. Este hecho bastaría por sí mismo para comprobar que hace dos
milenios y once años, en una gruta de Belén, nació el Niño Dios con la
misión de salvar al mundo. Es una de las pruebas de la gran importancia
que todos los pueblos, creyentes o no, atribuyeron al acontecimiento que
terminó por dividir la Historia en dos grandes períodos: antes y
después de Cristo. No pasaron muchos siglos para que urbi et orbe, tres
veces al día, las campanas de las iglesias tañeran a fin de recordar y
alabar al cielo por la Encarnación del Verbo; el Ángelus se convirtió en
una devoción universal. La emoción y el júbilo impregnaron la tierra, y
a lo largo de los tiempos, en la celebración de la Navidad, siempre
resonaron los cantos litúrgicos y los villancicos destinados a
manifestar la misma alegría de hace más de veinte siglos: “Hodie
Christus natus est” (1).
“La luz luce en las tinieblas” (Jn 1, 5): “Christus natus ex pro nobis”, Él ha nacido para nosotros, para la humanidad de todas las épocas hasta el Juicio Final. El glorioso nacimiento del Niño Jesús constituye una inagotable fuente de salvación; e invariablemente –sobre todo en este año tan marcado por las amenazas de guerra, convulsiones y terrores– la invitación que esta festividad hace a los hombres llega colmada de promesas.
Junto al Divino Infante se puede encontrar la verdadera paz, como sucedió con los pastores y los Reyes Magos. Movidos por un soplo del Espíritu Santo, abandonaron sus quehaceres y se pusieron a camino en busca de la Paz Absoluta, para adorarla. La noche de hoy nos convida a hacer lo mismo: “Venite adoremus”, “porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres. […] Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres” (Tit 2, 11; 3, 4).
» VolverJunto al Divino Infante se puede encontrar la verdadera paz, como sucedió con los pastores y los Reyes Magos. Movidos por un soplo del Espíritu Santo, abandonaron sus quehaceres y se pusieron a camino en busca de la Paz Absoluta, para adorarla. La noche de hoy nos convida a hacer lo mismo: “Venite adoremus”, “porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres. […] Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres” (Tit 2, 11; 3, 4).
II – Viaje de José y María a Belén
1
Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se
empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo
Quirino gobernador de Siria. 3 Iban todos a empadronarse, cada uno a su
ciudad.
No
hay una sola palabra o un solo gesto relacionado con la vida de Jesús
que no contenga varios y altísimos significados. Por eso se multiplican a
lo largo de los siglos los comentarios e interpretaciones sobre las
narraciones evangélicas. Este primer versículo ofrece un ejemplo
interesante. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, se expresa así:
“Cristo
vino para hacernos volver del estado de esclavitud al estado de
libertad. Y por eso, así como asumió nuestra mortalidad para devolvernos
a la vida, de igual modo, como dice Beda, ‘se dignó encarnarse en un
tiempo en que, apenas nacido, fuese empadronado en el censo del César y,
por liberarnos a nosotros, quedase él sometido a la servidumbre'" (2). Más
allá de los aspectos teológicos relacionados con el empadronamiento,
podemos considerar razones concretas, de cuño geográfico y sociológico,
que aclaren más la providencialidad en la elección de la época para que
naciera el Mesías.
En
ese tiempo, el lugar de nacimiento del fundador de la estirpe tenía
importancia fundamental para determinar los orígenes de una familia.
Incluso después de dividirse en innumerables ramificaciones que iban a
otros lugares, a veces lejanos, para establecerse, esas nuevas colmenas
humanas guardaban una estrecha relación con su punto de partida
geográfico. El pueblo judío observaba esa costumbre a más no poder, y
los romanos se valieron de ella para hacer cumplir el edicto de César
Augusto, a fin de llevar a cabo un censo exacto del pueblo. Por esto,
José se vio en la obligación de presentarse ante las autoridades en “la
ciudad de David, que se llamaba Belén”. La Sagrada Familia debería,
pues, emprender un viaje de tres o cuatro días desde Nazaret hasta Belén
(cerca de 140 km), tiempo empleado por las caravanas de la época. Dicho
sea de paso, Belén estaba en el carrefour de las rutas de caravana con
destino a Egipto, siendo un lugar de descanso para los viajeros.
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4
Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a
la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia
de David, 5 para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.
La
mención que hace san Lucas al estado de gravidez de María Santísima
propicia comentarios e hipótesis. Una vez que la obligación de
presentarse en Belén era solamente de José, ¿por qué también María habrá
emprendido el viaje en su compañía?
Según
algunos autores, tal vez ambos habían decidido su definitivo traslado a
la ciudad cuna de la estirpe del Rey Profeta. Tanto más cuando en la
Anunciación realizada por san Gabriel constaba que Dios daría al Niño el
trono de su padre David. Además
–argumentan dichos autores– el profeta Miqueas, varios siglos antes,
había hecho referencia a la ciudad de Belén como lugar de procedencia
del que gobernaría al pueblo judío (cf. Miq 5, 1).
Por
otro lado, también es posible que José no quisiera dejar sola a María
en tales circunstancias, sobre todo si tomamos en cuenta la gran
santidad de este varón que sería el padre legal y el tutor del Hijo de
Dios. José, ciertamente, quería adorarlo cuanto antes y desde el primer
momento.
Quizás
todas las hipótesis se conjuguen y tengan cabida. Sea como fuere, el
desplazamiento debió ser muy fatigoso para la Santísima Virgen, tan
próxima ya del término de su gestación. Los caminos, tortuosos y
descuidados, estaban repletos por el tránsito de los convocados al
censo. Borricos y camellos circulaban en uno y otro sentido en número
superior al habitual. Además, Belén se sitúa a 10 km al sur de
Jerusalén, a más de 700 metros de altura sobre el Mediterráneo y a casi
1.200 metros por encima del nivel del Mar Muerto; por tanto, una y otra
ciudad se hallan a una altura muy semejante. Era la última región
habitable camino al Mar Muerto. Así, los últimos trechos del camino
recorrido para llegar a Jerusalén y pernoctar en Belén, fueron abruptos.
Tal
vez se piense que por el enorme consuelo de convertirse en madre dentro
de poco, la Santísima Virgen no sentiría el cansancio de un trayecto
tan penoso. Pero hasta eso se le exigió para hacer más meritoria su
participación en la obra redentora de su Divino Hijo. A esa incomodidad
se añadiría otra: los “hoteles” de aquellos tiempos. Las condiciones de
hospedaje no se asemejaban ni remotamente a las actuales, bajo los más
variados aspectos. Los viajeros ocupaban divisiones contiguas debajo de
pérgolas – por lo tanto, sin techo– o, para los que tenían más recursos,
en cubículos cubiertos. Estos y aquellos se ubicaban a lo largo de un
muro alto que rodeaba un amplio patio, en donde los huéspedes dejaban
sus respectivos animales. Una sola puerta daba acceso al interior del
albergue. En las noches de sobrepoblación no era raro encontrar gente
acampada en ese patio. La convivencia entre hombres, en medio de
animales, se nutría de “comilonas” alegradas con canciones, palabrería
e, incluso, discusiones. A este ambiente no le era ajeno un
indescriptible prosaísmo, común en esos tiempos.
La
agitación creada por el empadronamiento no extrañó a los judíos, puesto
que el ambiente a lo largo de las celebraciones de Pascua era el mismo.
Todavía no existía el recato que la Preciosa Sangre de Cristo introdujo
después en la civilización cristiana. Todo se hacía sin reservas a la
vista de todos: nacer o morir, enfermar o curarse, dormir o agitarse,
etc. Ese es el verdadero sentido de la afirmación de san Lucas: “porque
no había sitio para ellos en el mesón”. No era tanto que estuviera
lleno, sino que no les resultaba adecuado.
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¿Y por qué Belén?
El
nombre de la ciudad tiene origen hebreo: “Betlehem”, es decir, “casa
del pan”, porque era una localidad muy fértil. Quien cantó místicamente
las glorias de Belén fue santa Paula, en el año 383: “¡Te saludo, oh
Belén, casa del pan, donde el pan bajado del cielo vio la luz de la
tierra! ¡Te saludo, oh Efratá, campo riquísimo y fértil, que entre tus
frutos trajiste al mismo Dios!" (3). Santo Tomás de Aquino explica algunas de las razones por las cuales Jesús eligió Belén para nacer y Jerusalén para morir:
“David
nació en Belén, pero eligió a Jerusalén para establecer en ella la sede
de su reino y para edificar allí el templo del Señor, con lo que
Jerusalén se convirtió en ciudad real y sacerdotal. Ahora bien, el
sacerdocio y el reino de Cristo se realizaron principalmente en su
pasión. Y por eso eligió convenientemente Belén para su nacimiento, y
Jerusalén para su pasión. (...)
“Como
dice Gregorio en una Homilía, ‘Belén se traduce por casa de pan. Es el
mismo Cristo quien dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo'.
[…] Con esto confundió a la vez la vanidad de los hombres, que se
glorían de traer su origen de ciudades nobles, en las que buscan también
ser especialmente honrados. Cristo, por el contrario, quiso nacer en
una población desconocida, y padecer los agravios en una ciudad ilustre"
(4).
Belén
cuenta con un pasado histórico rico en contenido y simbolismo. Ahí fue
enterrada Raquel, la esposa de Jacob (cf. Gen 35, 16- 19) y hasta hoy se
puede visitar su tumba. En la división del territorio de Israel que
efectuó Josué, Belén le cupo a la tribu de Judá, en que nació David.
Pero después del nacimiento de Jesús la ciudad se eclipsa. Los
Evangelios no la mencionan más, y se queda con los resplandores de las
primeras miradas del Salvador recién llegado al mundo. Solamente en el
siglo II, san Justino y Orígenes, junto a otros escritores, revivirán
las glorias de la ciudad.
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III - Nace el Salvador
6
Y mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, 7 y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en
el mesón.
Como
declara el mismo san Lucas, “no había sitio para ellos en el mesón”, o
sea, José viajó a Belén con la esperanza de encontrar un hospedaje a la
altura del gran acontecimiento que estaba por suceder. La beata Ana
Catalina Emmerick describe con piadosa riqueza
los varios intentos frustrados de José, al encontrar sus antiguas
amistades, para dar con un sitio donde reposar. Después que amargas
lágrimas cayeran por su rostro, se acordó de un refugio apartado de la
ciudad, que él mismo frecuentaba en su juventud para escapar de sus
perseguidores y aprovechar para rezar. Tras proponer esta solución a la
Santísima Virgen, fueron allá. Según la vidente –que describe hasta en
sus minucias el exterior y el interior de la gruta– ahí había nacido
Set, el tercer hijo de Adán, que de acuerdo a la promesa de un ángel a
Eva, tomaría el lugar de Abel. Otros hechos simbólicos relacionados con
Abraham habían ocurrido también en el mismo lugar.
Por
fin, una vez instalados, María sugirió a José rezar juntos por los que
se habían negado a recibirlos, y le comunicó la hora del nacimiento,
pidiéndole preparar bien el pesebre para honrar y adorar al Niño apenas
llegara a este mundo.
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Después
de estar algunos momentos afuera, José regresó a la gruta encontrándola
como en llamas de tanta luz. Inmediatamente, se postró con el rostro en
tierra. Esa luz que rodeaba a la Santísima Virgen fue creciendo en
intensidad y a la medianoche, después que María entrara en éxtasis y
levitación, y con la propia naturaleza de los alrededores como animada
por un gran júbilo, nació el Salvador. Al moverse el Niño, haciendo oír
sus primeros llantos, su Madre “le envolvió en pañales y le acostó en un
pesebre”. El cielo bajó a la tierra para adorarlo, mientras la Virgen,
abrigándolo con su amplio manto, lo amamantaba. Pasada una hora, María
llamó a José, que todavía estaba postrado en oración. Júbilo, humildad y
fervor son las cualidades con que la vidente Ana Catalina Emmerick
describe el estado espiritual de José cuando recibió al Niño en sus
brazos, con lágrimas de alegría. El recién nacido era según su expresión
“brillante como un relámpago.
A
esta altura del presente artículo –tal vez por encontrarme en este
momento en una capilla, muy cerca de Jesús-Hostia expuesto en adoración–
siento el ferviente deseo de dirigir a las almas que leen este relato
lo que san Pablo implora al Padre para los Efesios: “Que Cristo [Niño]
habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y
cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la
anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de
Cristo, que excede a todo conocimiento, y que os vayáis llenando hasta
la plenitud misma de Dios” (Ef 3, 17-19).
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Esta
noche presenciamos litúrgicamente el nacimiento de Cristo en el tiempo,
ya que por su naturaleza divina ha sido engendrado desde la eternidad,
como afirma santo Tomás de Aquino: “En Cristo hay dos naturalezas: una,
la que recibió del Padre desde la eternidad, y otra, la que recibió de
la madre en el tiempo. Y por eso es necesario atribuir a Cristo dos
nacimientos: uno, por el que nace eternamente del Padre; otro, por el
que nació temporalmente de la madre" (5).
“Y
el Verbo se hizo carne…” (Jn 1, 14). La Segunda Persona de la Santísima
Trinidad está entre nosotros. Este acontecimiento único e insuperable
refulge sobre toda la Historia, y aunque ocurrió hace más de dos mil
años, es actualísimo. Dios quiso hacerse sensible y visible, y todavía
hoy, como sucederá hasta el final de los tiempos, podemos tener contacto
con los esplendores de la Encarnación a través de los sacramentos. El
Verbo se hace carne diariamente en nuestros altares. Por esta razón, la
Misa de Gallo posee un significado muy especial. Que el Espíritu Santo
inflame nuestro corazón para sacar provecho de todas las gracias y dones
traídos por el Niño Dios esta noche, cuando viene a luz.
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8
Había en la misma comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban
por turno durante la noche su rebaño. 9 Se les presentó un ángel del
Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de
gran temor.
También
David había sido pastor de ovejas, y en esa gruta habían tres de sus
descendientes, uno de los cuales era el Hijo del Altísimo. La corte
celestial ya había rendido culto y homenaje al Niño. Nacido con nuestra
naturaleza, era digno y justo que recibiera también la adoración de
nuestra sociedad.
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Los
pastores formaban una comunidad despreciada por los fariseos. En el
caso concreto de Belén, trabajaban en los confines de la comarca, donde
los cultivos ya no tenía interés y las tierras estaban abandonadas, sin
labranza. Allá
se quedaban los rebaños más numerosos, fuera invierno o verano,
vigilados por algunos hombres. Los habitantes del poblado guardaban sus
animales en los establos de los alrededores. La pésima reputación de los
pastores entre los fariseos tenía varias razones. Se percibe de
inmediato que sus labores no se avenían mucho con las innumerables
abluciones, lavados de manos, purificaciones de vasijas, selección de
alimentos, etc., que para los fariseos eran tan importantes. Pero, sobre
todo, los pastores eran hombres sensatos y más dados a la
contemplación. El contacto permanente con la naturaleza salida de manos
de Dios, en la calma y quietud del campo solitario, enriquecía sus almas
con pensamientos elevados, haciéndolos forjarse ideas sólidas,
difíciles de destruir por la caprichosa falta de lógica de los fariseos.
En
pocas palabras, estos son los motivos por los cuales los pastores
estaban excluidos de los pleitos judiciales de los fariseos, no eran
aceptados como testigos y ni siquiera podían entrar a sus tribunales.
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Así,
el Niño Dios inició su misión como piedra de escándalo apenas nació,
dejando de lado a los que no creen. Herodes oiría por boca de los Reyes
Magos el anuncio del gran milagro; los que negaron posada a los padres
del Niño y los propios fariseos, con su pérfida obstinación, también
rechazarían los milagros de Jesús. Todos éstos no creyeron. Los ángeles
buscaron a los pastores porque tenían una robusta virtud de la fe,
forjada en obediencia. No era fácil creer en un Mesías nacido en las
condiciones más pobres, en un establo, entre un buey y un burro; los
pastores fueron elegidos por Dios no por su sencillez de vida y de
costumbres, ni siquiera por su escasa capacidad económica –porque en
Israel había muchos otros más pobres y simples que ellos–, sino por
estar predispuestos a creer.
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Sin
embargo, los pastores “se llenaron de gran temor”. Herodes también
temería, al igual que más tarde los escribas, los fariseos y el
sanedrín; pero son temores muy diferentes. Para los judíos, la aparición
de un ángel siempre venía acompañada con la idea de una muerte
instantánea. Pero, además, en este caso se daba la manifestación de la
gloria de Dios, y el efecto natural de su grandeza es el temor, seguido
por la admiración o el odio, pero nunca por la indiferencia. Por eso
unos irán corriendo a la gruta para adorarlo y otros querrán matarlo.
10
El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo
será para todo el pueblo: 11 Os ha nacido hoy, en la ciudad de David,
un Salvador, que es el Cristo Señor. 12 Esto os servirá de señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
El
anuncio del ángel se inicia con una disposición: “No temáis”. Estas
palabras se referían a su propia aparición, evidentemente, pero podrían
ser puestas en un letrero encima del pesebre donde reposa el Niño Dios. A
pesar de la fragilidad del recién nacido, ahí se encuentran la Grandeza
infinita de Dios, la Verdad, la Justicia y la Bondad. Tememos la
Justicia por nuestra naturaleza defectuosa y por ser pecadores, y tal
como la luz muy brillante puede herir los ojos enfermos, así tiembla
nuestra maldad frente a la Grandeza de Dios.
Por
eso, el ángel recomendó en tono imperativo que no tuviesen miedo, y
acto seguido les habló de una “gran alegría”. De hecho, es imposible una
alegría más grande. Había nacido el Mesías, objeto de sus largas
conversaciones y de sus innumerables contemplaciones. A pesar de su
tosca formación, los pastores estaban exentos del dogmatismo cerrado de
los fariseos; con la fe inocente de los campesinos que eran, llenos de
la gracia del Espíritu Santo, inmediatamente creyeron en el mensaje
angelical.
Encontrar
el lugar no era problema para ellos, pues conocían todos los establos.
En las noches muy frías o de lluvia buscaban refugio en tal o cual
gruta. El ángel les da la señal indicativa: “un niño envuelto en pañales
y acostado en un pesebre”".
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13
Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial,
que alababa a Dios diciendo: 14 «Gloria a Dios en las alturas y paz en
la tierra a los hombres de buena voluntad».
Pongamos atención en estas palabras: “multitud del ejército celestial […] gloria a Dios”.
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Sí,
la mayor gloria que la humanidad y los mismos cielos podrían dar a Dios
se realizó en el grandioso nacimiento del Señor. Toda la creación
reunida en un solo coro – incluyendo a la Santísima Virgen– jamás
prestaría a Dios la alabanza que se elevó del Niño Jesús en su
nacimiento. Antes que éste se produjera, los cantos de todos los seres
eran débiles y sin resonancia. Con la venida de Cristo, causa meritoria y
eficiente de nuestra divinización, toda la obra de la creación alcanzó
una cota inimaginable. Quedando Jesús como centro y modelo de todo, no
sólo el canto se volvió distinto, sino que Él empezó a cooperar también
en la infinita glorificación que el Padre quiere recibir en tributo. La
humanidad adquirió como cabeza y sacerdote al propio Cristo, cuyo solo
nombre glorifica a Dios por completo.
Aquel Niño en el pesebre, desde su primer momento y a lo largo de su
vida, en sus palabras, obras y sufrimientos, no quiso sino ser
instrumento para servir, alabar y glorificar a Dios. El hombre será
tanto más noble mientras más se considere una criatura de Dios y de este
principio extraiga todas las consecuencias, otorgando a su vida un
orden completo, de lo cual nacerán las virtudes más hermosas. El Niño
que esta noche llegó al mundo, desde que abrió los ojos fue siempre
sumiso a Dios con una completa justicia, equidad y perfección.
Incluso
sin considerar el carácter expiatorio de su Encarnación, ya resulta
insuperable la gloria que se elevó a Dios a partir de la gruta en Belén.
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En
armonía con ese “Gloria a Dios en la alturas”, el Niño vino a traer la
paz a los hombres. Sí, porque nos reconcilió con Dios, nos enseñó a
conocer bien y amar al Padre, así como a nuestros hermanos, y nos llamó a
la santidad muriendo por todos y cada uno. Nuestra finalidad se volvió
claramente explícita, así como fue señalada la forma de gobierno sobre
nosotros mismos y sobre las criaturas.
Una
vez más, acerquémonos al Pesebre y adoremos al Niño, Príncipe de la
Paz, y oigamos la voz de Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los
pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que
anuncia salvación, que dice a Sión: ‘¡Ya reina tu Dios!'” (Is 52, 7).
Él, autor de la gracia santificante sin la cual “no puede haber paz
verdadera, sino sólo aparente” (6).
Esa
es la invitación esencial para el mundo de hoy, víctima de las guerras,
las catástrofes y las amenazas: arrodíllate, y junto a María, José y
los pastores, escucha el saludo de san Pablo: “Que el Señor de la paz os
conceda la paz siempre y en todas su formas” (2 Tes 3, 16).
(Revista Heraldos del Evangelio, Dic/2006, n. 60, pag. 10 a 17)
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