Jesús, María y José: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada uno debía llegar;
tres auges que se amaban y se comprendían intensamente; tres altísimas perfecciones,
admirables, desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás
hubo en la faz de la Tierra.
La santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia
El
30 de diciembre, primer día después del Nacimiento de Nuestro Señor
Jesucristo, la Iglesia rinde homenaje a la Sagrada Familia.
Una
familia que, realmente, no podría dejar de ser llamada Sagrada: Jesús
es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, María es la Virgen
Madre de Dios que trajo en su seno a Nuestro Señor Jesucristo y San
José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo de Jesús.
No
estaría fuera de lugar que, por motivo de estas celebraciones
recomendadas por la Iglesia, pensáramos un poco en este modelo de
familia. Por ejemplo, podríamos pensar un poco con la siguiente
pregunta: ¿Cómo sería la santidad, la nobleza y la jerarquía en la
Sagrada Familia?
En
esta familia tenemos la presencia del Hijo de Dios hecho Hombre. En el
Evangelio de San Lucas (Lc. 2,52) está dicho que el Niño Jesús “crecía
en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres".
Son
palabras inspiradas por el Espíritu Santo y, por tanto, verdaderas.
Ellas nos enseñan que en el Hombre Dios todavía había cosas por crecer.
Cualquiera que fuese la naturaleza de ese crecimiento, eran un
crecimiento de perfección perfectísima para algo que era una perfección
aún más perfectísima.
Por otro lado, en esta Familia tenemos también a Nuestra Señora.
Si
consideramos todo lo que Ella es, veremos un tal cúmulo de perfecciones
creadas, que un Papa llegó a declarar: de Ella se puede decir todo en
términos de elogios, desde que no se le atribuya la divinidad. María fue
concebida sin pecado original y confirmada en gracia a partir del
primer instante de su ser. Ella no podía pecar, no podía caer en la más
leve falta, porque estaba confirmada por Dios en contra de esto.
Al
no tener defectos – esto es un aspecto importante de esta consideración
– Nuestra Señora también crecía constantemente en virtud.
Al
lado del Niño Jesús y de Nuestra Señora estaba San José conviviendo con
ellos. Es difícil elogiar a cualquier hombre, cualquier grandeza
terrenal, después de considerar la grandeza de San José. El hombre
casto, virginal por excelencia, descendiente de David.
San
Pedro Julián Eymard (cfr. "Extrait des écrits du P. Eymard", Desclée de
Brouwer, Paris, 7ª ed., pp. 59-62) nos enseña que San José era el jefe
de la Casa de David. Él era el pretendiente legítimo al trono de Israel.
Él tenía derecho sobre el mismo trono que fue ocupado y derrumbado por
falsos reyes mientras Israel era dividido y, al final dominado por los
romanos.
San
José era un varón perfecto, modelo por el Espíritu Santo para ser
proporcional con Nuestra Señora. ¡Se puede imaginar a qué pináculo, a
qué altura debe haber llegado San José para estar en proporción con
Nuestra Señora! Es algo inmenso, inimaginable. Es muy probable que San
José también haya sido confirmado en gracia.
Por tanto, en la humilde casa de Nazareth, podemos decir que a cada momento las tres personas de esta Sagrada Familia crecían en
gracia y santidad delante de Dios y de los hombres. San José debe haber
fallecido antes del inicio de la vida pública de Nuestro Señor
Jesucristo.
Él
es el patrono de la buena muerte, porque todo parece indicar que fue
asistido en su agonía por Nuestra Señora y por el Divino Redentor. En
los instantes finales de su vida, Jesús y María lo ayudaron a elevar su
alma a la perfección para la que había sido creado.
No
era la misma perfección de Nuestra Señora, era una perfección menor.
Pero era una perfección enorme para la cual él había sido llamado.
Cuando su mirada borrosa ya se iba apagando para la vida, San José
contempló a Aquella que era su esposa y a Aquél que jurídicamente era su
hijo.
Y,
seguramente, Él estaba fascinado con el aumento continuo en la santidad
de Nuestra Señora y de Su Divino Hijo. Al verlos subir de ese modo por
las vías de la santificación, él admiró y amó esa ascensión. Y fue por
admirar y amar el aumento de esta santidad, que también él, a su vez,
aumentaba en su propia santidad. Esta triple ascensión continua en la
casa de Nazareth, constituyó el encanto del Creador y de los hombres.
Jesús,
María y José: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada
uno debía llegar; tres auges que se amaban y se comprendían
intensamente; tres altísimas perfecciones, admirables, desiguales,
realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la
Tierra.
Entretanto,
la jerarquía puesta por Dios entre estas tres sublimes desigualdades
era de un orden admirablemente inverso: Aquél que era el jefe de la Casa
en el plano humano era el de menor orden sobrenatural; El Niño Jesús,
que debía prestar obediencia a los padres, era Dios.
Una
alteración que nos hace amar mucho más las riquezas y la complejidad de
cualquier orden verdaderamente jerárquico; una alteración que lleva al
alma fiel, al alma dispuesta a meditar sobre tan elevado tema, a entonar
un himno de alabanza, de admiración y de fidelidad a todas las
jerarquías, a todas las desigualdades establecidas por Dios.
A
primera vista, la constitución de la Sagrada Familia es un misterio,
puesto que en ella la mayor autoridad la tiene San José, como patriarca y
padre, con derecho sobre su esposa y el fruto de sus purísimas
entrañas.
La
esposa es Madre de Dios, Madre de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad. Su condición materna le da poder sobre el Dios encarnado en su
seno virginal y transformado, así, en hijo suyo. Nuestro Señor
Jesucristo, como hijo, le debe obediencia a ese padre adoptivo,
aceptando totalmente la orientación y la formación dada por José; y lo
mismo valga para su Madre, criatura suya. ¡Qué inmensa, insondable y
sublime paradoja!
En
consecuencia, San José es el jefe según el orden natural; María, la
esposa y la madre; y Jesús, el niño. Pero en el orden sobrenatural ese
Niño es el Creador y el Redentor; la Madre, Medianera de todas la
gracias, Reina del Cielo y de la Tierra; y José, el Patriarca de la
Iglesia. José, el que menos poder tiene por sí mismo, ejerce autoridad
sobre la Santísima Virgen, que tiene la ciencia infusa y la plenitud de
la gracia, y sobre el Niño, Autor de la gracia.
¿Por qué dispuso Dios esta inversión de papeles?
Lo
hizo para darnos una gran lección: Él ama la jerarquía y quiere que la
sociedad humana sea gobernada por este principio, del cual quiso dar
ejemplo el mismo Verbo Encarnado.
Podemos
imaginar la disponibilidad, la sacralidad y la calma de Jesús en la
pequeña Nazaret, ayudando a José en la carpintería a cortar la madera,
clavando las partes de una silla, cuando no haría falta más que un
simple acto de voluntad suyo para que fueran producidos de inmediato, y
sin siquiera requerir materia prima, los muebles más espléndidos que la
Historia haya conocido nunca.
Sin
embargo, afirma San Basilio, “obedeciendo desde su infancia a sus
padres, Jesús se sometió humilde y respetuosamente a todo trabajo
manual”. Tan pronto como San José mandaba al Hijo —¡con qué veneración!—
a realizar un trabajo, Jesús se ponía manos a la obra.
Actuando
de esta manera —honrando al padre que estaba en la tierra y aceptando,
por ejemplo, hacer un mueble de acuerdo a las reglas de la naturaleza—
Jesús glorificaba más a Dios Padre, que lo había enviado. San Luis
Grignion afirma, a propósito de su obediencia a la Santísima Virgen:
“Jesucristo dio más gloria a Dios sometiéndose a María durante treinta
años, que si hubiera convertido a la tierra entera realizando los
milagros más estupendos."
Dentro
de la propia Sagrada Familia encontramos un impresionante principio de
amor a la jerarquía, ya que, habiendo querido Jesús nacer y vivir en una
familia, honraba a su padre y a su madre, por más que fuera el
omnipotente Creador de ambos.
Otra paradoja fue puesta por el Creador en las complejidades de esta noble jerarquía.
San
José era representante de la Casa Real más augusta que hubo en todos
los tiempos: mientras que de otras Casas nacieron reyes, de la Casa de
David, nació un Dios. Los únicos cortesanos a la altura de esta Casa
Real serían los Ángeles del Cielo.
Sin
embargo, por designio divino, el jefe de la Casa de David, San José,
era al mismo tiempo un trabajador manual: era carpintero. Y Nuestro
Señor Jesucristo también ejerció esta actividad antes de iniciar su vida
pública.
Dios
quiso que, de esta forma, ambos extremos de la jerarquía temporal se
unieran en Aquél que es el Hombre Dios. En Jesucristo está la condición
de príncipe real de la Casa de David, de pretendiente al trono de
Israel. Y esta condición coexiste con la de un simple carpintero, de
obrero, situado en el extremo opuesto de la escala social.
Esta
coexistencia de perfección en ambos aspectos – tanto en el Creador –
criatura como en el otro, incomparablemente menor, de rey obrero – reúne
los extremos para reforzar la unión de los elementos intermediarios de
la jerarquía: los elementos se unen por la unión de sus extremos.
De
ese modo, la sacrosanta jerarquía al interior de la Sagrada Familia se
nos presenta no sólo como un conjunto de picos tan altos que a nuestra
vista física y mental le es difícil alcanzar. Ella representa también un
abrazo jerárquico, desigual pero cariñoso, entre todos los peldaños del
orden social.
De
tal manera que, aquél que ocupa el lugar más alto abraza cariñosamente
al que está más abajo y le dice: “En naturaleza humana todos somos
iguales".
En la Sagrada Familia, el ejemplo de San José, de Nuestra Señora y de Nuestro Señor Jesucristo nos lleva a comprender mejor la jerarquía en su forma más pura, más clara, más perfecta, en la que no hay egoísmo ni pretensiones.
En
esta Familia existe puro amor de Dios. En ella existe el puro amor de
Dios que genera amor a las múltiples jerarquías sin preocupación de ser
demasiado, de hacer o poder mucho. La jerarquía aquí es amada. Y es
amada por amor de Dios.
Las almas que tienen el verdadero sentido de la jerarquía aman de este modo a sus superiores.
La
palabra “majestad”, tiene para ellos un significado, un misterio, una
“luz”, un brillo especial que hace respetables y venerables a los reyes,
emperadores y superiores en general, incluso cuando éstos, por sus
defectos personales, no merecen los homenajes que les son prestados por
ser lo que son.
Pero
si, para aquello a lo que fueron llamados corresponden en algo, ese
algo - por pequeño que sea - es como el aroma de una flor única de la
cual se toma una gota, cuyo perfume produce sobre el hombre recto un
efecto semejante al que la santidad mayor produce sobre la santidad
menor.
Y
esto tiene cierta analogía con lo que ocurría en la Sagrada Familia,
entre las tres personas indescriptiblemente sublimes – una de ellas
divina – que la componían.
He
aquí algunas reflexiones sobre lo maravilloso y admirable que las
verdaderas jerarquías – como aquella que existió, en un grado
arquetípico, en la Sagrada Familia - pueden y deben suscitar en las
almas rectas y auténticamente católicas.
No se piense que en la Sagrada Familia todo era absolutamente místico, sobrenatural y lleno de consolación.
Del
Niño Jesús no puede decirse que vivía de fe, porque su alma estaba en
la visión beatífica; sin embargo, quiso que su cuerpo tuviera el
desarrollo normal de un ser humano. Así, por ejemplo, no nació hablando,
aunque pudiera hacerlo en todas las lenguas del mundo.
La
Virgen y San José llevaban también una vida de apariencia completamente
común y, como todos los hombres, sufrieron desconciertos y angustias.
Prueba de ello es el Evangelio de este domingo: “Tu padre y yo,
angustiados, te andábamos buscando".
Notas:
- Desarrollo de anotaciones de la conferencia del Prof. Plinio Correa de Oliveira, el 2-11-92, para un grupo de jóvenes.
- Trechos del Comentario al Evangelio, Monseñor João Clá Dias, EP, Revista Heraldos del Evangelio, Dez/2009, n. 96)
Notas:
- Desarrollo de anotaciones de la conferencia del Prof. Plinio Correa de Oliveira, el 2-11-92, para un grupo de jóvenes.
- Trechos del Comentario al Evangelio, Monseñor João Clá Dias, EP, Revista Heraldos del Evangelio, Dez/2009, n. 96)
* * * * * *
¿Qué
hacía la Sagrada Familia? ¿Qué hacían sus integrantes diariamente?
Rezaban mucho y con toda su alma, trabajaban a conciencia, no tanto para
satisfacer las necesidades de cada día, sino especialmente para
glorificar a Dios, con el cumplimiento perfecto de su Ley; además de
esto, amaban intensamente a Dios, que era el fin de todos sus
pensamientos, de todos sus esfuerzos, de todas sus aspiraciones; se
amaban todos mutuamente, con un amor completo y desinteresado; amaban a
todos los hombres, cercanos y lejanos, cuya salvación era el deseo de
cada uno de los miembros de la Sagrada Familia.
¿Cómo
la familia humana puede aproximarse a este ideal realizado por la
Sagrada Familia? ¿Cómo la oración –que era tan normal como la
respiración en la Sagrada Familia – recuperará su lugar dentro de la
familia humana? Pensemos en el gran número de familias que
perdieron la fe; unas zozobraron en el materialismo y en la búsqueda
del placer; otras, todavía con algunos restos del ideal humano, se
conservan en una actitud moral que muchas veces sólo se inspira en el
orgullo. En unas u otras Dios está prácticamente excluido. Ni si quiera
se molestan en negarlo: lo desconocen, lo cual es mucho peor.
Consideremos
también la cantidad de familias cristianas, llamadas así por sus
integrantes solamente porque se sometieron a las formalidades del
bautismo, de la primera Comunión, del matrimonio o de los entierros
religiosos, pero que sin embargo perdieron la fe. En ellas no hay nadie
que se preocupe por la gloria de Dios, por la venida de su Reino, por la
oración; y si, por casualidad, alguno de sus integrantes es fiel a las
prácticas religiosas, ¿en cuántas familias subsiste la oración conjunta,
expresión de un mismo espíritu y de una aspiración colectiva? El
individualismo, que es una plaga en los días actuales, invadió la vida
espiritual, así como la vida social y familiar. “Cada uno por si mismo y
para si”, es el lema de la mayor parte de los hombres, y esto incluso
en presencia de Dios. El dogma de la comunión de los santos parece ser
sólo una parte desconocida del texto del Credo, sin aplicación práctica
en la vida. Y, por tanto, ¿no prometió Nuestro Señor que donde dos almas
se reunieran para rezar en su nombre, allí estaría en medio de ellas?
Así
que, regresando a la vida en común es uno de los esfuerzos que vincula a
todos los cristianos. Es por esto que la Iglesia se esfuerza por
alcanzar el mismo objetivo, despertar el sentido litúrgico entre los
fieles para que se realice el pedido hecho por Nuestro Señor a su Padre
celestial, “que todos sean uno".
Sin
embargo, ¿cómo restaurar la oración en común – que fue el alma y la
fuerza de la Sagrada Familia – en nuestra propia familia? Si fuese
verdad, en relación a la sociedad temporal, que la familia es la célula
social, así mismo lo es en relación a la sociedad espiritual, que es la
Iglesia. Por lo tanto, es fundamental que por todos los medios que se
encuentren a nuestra disposición avivemos e intensifiquemos el espíritu
de la familia, pero no aquél que resulta de una sociedad de intereses y
de afectos y que se puede definir como “un egoísmo de muchos”, sino
aquél que era el de la singular familia de Nazareth, espíritu que une y
funde las almas para ofrecerlas todas reunidas y con una misma
aspiración a Dios, para la salvación de todos los hombres.
Cada
uno debe pedir a Dios que haga revivir en todos los corazones ese
espíritu de familia. Pero, como es sabido, Dios no concede su auxilio
sino cuando, de nuestra parte, hacemos todos los esfuerzos posibles.
Vigilemos, por tanto, al mismo tiempo en que rezamos, para que renazca y
se propague el verdadero espíritu cristiano de la familia, a fin que
sea el sustento de todas las instituciones espirituales y sociales que
existen en nuestro entorno y que tienden a restaurar, mejorar y
reconstruir los hogares cristianos. Dichas obras son los instrumentos
que Dios pone a nuestra disposición y quiere que nos apoyemos en ellas.
Busquemos, por lo tanto, conocerlas, unirnos a ellas y rezar para que se
conviertan en instrumentos cada día más perfectos al servicio de Dios.
Pero
no todas las ocupaciones de la Sagrada Familia consistían en rezar. Su
vida fue muy activa y cada uno de sus integrantes trabajaba según su
vocación: San José y Nuestro Señor trabajaban en el taller, del cual
todos vivían; la Santísima Virgen María cuidaba y atendía las múltiples
ocupaciones domesticas, que se atribuían a toda madre de familia.
Por
lo tanto, el ejemplo de la Sagrada Familia era exactamente el de la
inmensa mayoría de familias actuales. Pero, a menudo, el trabajo es
considerado como una carga pesada contra la cual hay quejas, intentando
realizarlo con el menor esfuerzo posible, pero en Nazareth era recibido
con gusto, con un medio de ser agradables a Dios.
Alguien
dirá que, en muchas familias, se trabaja arduamente, sin embargo, ¿no
vemos como en estos casos el trabajo absorbe todo el tiempo y todos los
pensamientos? Trabajar todos los días, sólo para ganar más, a fin de
satisfacer por más tiempo las necesidades siempre abundantes de nuestra
existencia: parece ser la única aspiración de un gran número de nuestros
contemporáneos. Sin embargo, el trabajo valientemente aceptado y
cumplido, no deja de ser considerado de una manera puramente humana y
como un mal necesario. Para la Sagrada Familia, por el contrario, el
trabajo era un bien preciosos, por el cual se daba sin cesar gracias a
Dios, pues por este medio se rendía un homenaje íntegro y placentero al
Señor. ¿Acaso no fue Dios quien instituyó la ley del trabajo, a la que
está obligado todo ser humano? Al mismo tiempo el esfuerzo y la fatiga,
las preocupaciones y ansiedades – que todo trabajo trae consigo – eran a
los ojos de la Sagrada Familia un sacrificio de olor dulce que podía
ser ofrecido a Dios en reparación por los pecados del mundo.
De
esta forma, en Nazareth el trabajo tenía por objetivo menos importancia
material, se debía velar para que la gloria de Dios fuera promovida. De
aquí se deduce que se trabajaba con amor, con alegría, con una
conciencia estricta. Lijar una madera y barrer la humilde morada
eran actos de amor que, a los ojos de Dios, podían ser tan santos como
la más sublime contemplación y que se podían hacer con el mismo fervor,
con el mismo deseo de perfección.
Si
queremos que nuestra sociedad moderna no naufrague en la anarquía y la
rebelión, es urgente guiarla a esta concepción del trabajo, porque el
trabajo apoyado sólo en la necesita suscita en el corazón del hombre el
rencor, el odio y la rebeldía, y el trabajo guiado solamente por el
espíritu de lucha aviva el egoísmo y el orgullo, que son el principio de
la anarquía.
Velemos,
entonces, para que la ley del trabajo sea – en todas las familias –
comprendida y aceptada como la Ley de Dios. De ese modo el trabajo se
convertirá en otra oración, no menos agradable a Dios. Así también
recuperará, a los ojos de todos, su grandeza y dignidad, y será
nuevamente para el hombre, una fuente de fortaleza y alegría.
Pero
no nos olvidemos que el trabajo es y debe ser, el medio para que cada
uno de nosotros asegure su vida material y la de sus familiares: en
nuestra sociedad moderna, infelizmente no siempre es así. Dios quiere
que nos ayudemos mutuamente, si queremos que él nos ayude. Por lo tanto,
no nos apartemos de las obras sociales, que se esfuerzas en aliviar los
rigurosos momentos y circunstancias de cientos de personas, de las
obras sociales que trabajan por garantizar un mínimo de bienestar, sin
el cual el hombre no es más que una simple maquina, que camina adolorida
por el esfuerzo. Por otra parte, ingresemos todos en este gran
movimiento familiar que por si sólo podrá devolver a la familia su
dignidad y su influencia social y, al mismo tiempo, ser la base de su
prosperidad material.
Para
implementar estas grandes y fundamentales reformas es necesario que se
produzca en el seno de cada familia, y entro todas las familias, aquella
unión de espíritus y corazones que tiene origen en la caridad y en el
amor. Que en todos los miembros de las familias reine el amor. Es una de
las intenciones y de los sacrificios que tenemos que ofrecer a Nuestro
Señor por la familia.
Y
en este punto, la Sagrada Familia nos enseña nuevamente el camino: que
haya amor entre los que la componen, pero no el sentimentalismo
desordenado que inapropiadamente es llamado amor cuando no es más que
debilidad o hasta egoísmo.
Amar
es querer bien a quienes amamos. ¿Acaso el bien no consiste en que cada
uno de nosotros cumpla la voluntad de Dios? Esto era bien sabido por
los integrantes de la Sagrada Familia en Nazareth; sus corazones, a
través de la ternura humana que los unía, buscaban en primer lugar ese
fin supremo: cumplir la voluntad de Dios. La autoridad, en San José, era
firme y dulce, humildemente respetuosa a los derechos de Dios. La
obediencia de la Santísima Virgen a San José era completa, afectuosa y
alegre, porque era una manifestación palpable de la sumisión a la
voluntad de Dios y en nada disminuía la autoridad materna tan segura y
tranquila que sabía ejercer sobre su hijo que les fue confiado por el
Señor. Y, a su vez, el hijo, en sumisión perfecta a sus padres, en su
docilidad de espíritu y de corazón a todas las enseñanzas que le daban,
en su sencillez y en su humildad daba pruebas en primer lugar, de su
amor al Padre Celestial, cuya voluntad reconocía en esta institución
familiar y social, en cuyo seno se había encarnado.
La
familia cristiana, por tanto, debe buscar recuperar tal sentimiento de
amor y de fidelidad a Dios, lo que la ayudará a seguir los pasos de la
Sagrada Familia y, al mismo tiempo, conseguirá entre todos sus
integrantes la unión de almas y de corazones, estableciendo entre ellos
el amor.
Pero
la Sagrada Familia no era se guardaba todo para si. En la ciudad de
Nazareth era la providencia visible de todos los débiles, de todos los
humildes. Si las fervorosas oraciones de la Sagrada Familia, si su
trabajo tan constante y tan perfecto era ofrecido a Dios sin cesar en
reparación por los pecados de los hombres y por la salvación de todos,
¿era posible que ignoraran a los que sufrían o estaban equivocados? El
amor fraternal más compasivo y más solidario regulaba todas las
relaciones de la Sagrada Familia con los que a ella se aproximaban.
Pidamos
a Dios que avive, en el seno de todas las familias humanas, esa caridad
fraterna. Agregamos, a propósito de la oración, que el individualismo
domina en todas partes, en la familia y en la sociedad, el
individualismo es la negación de la verdadera caridad. Por lo
que no hay otro punto en el cual tengamos que insistir tanto en
nuestras oraciones. Pero no solamente limitarnos a oraciones, que serían
en vano si nuestros actos no siguen su ejemplo.
Demos
un ejemplo de ese amor, queremos que reine en los corazones. Demos ese
ejemplo en nuestra propia familia, practicando con amor todas las
virtudes familiares e incluso fuera de casa, evitando con cuidado todas
las críticas, todas las calumnias, que a menudo son motivo de división
en las familias. Por el contrario, seamos serenos, seamos aquellos que
promueven la paz, que endulzan los espíritus, que extinguen las quejas y
que aproximan los corazones. Para esto, ¿qué mejor medio que establecer
en todos los integrantes y entre todas las familias un punto de
inteligencia, el principio de unión?
Sin
embargo desconocemos bastante la fuerza y eficiencia del principio de
asociación. Actuamos por separado, y, de esta forma, nuestras mejores
intenciones se reducen a la impotencia. Promovamos, por lo tanto, en
nosotros y en nuestro entorno, ese importante espíritu de unión que es –
no nos olvidemos – el mismo espíritu de religión y la esencia del
catolicismo. No tengamos miedo de asociarnos a todos los esfuerzos
sinceros. Nunca digamos, en presencia de una obra cristiana que trabaja
por esa unión, “eso no me interesa”. Y, en las obras de las cuales
hagamos parte, no busquemos sólo sacar provecho personal, sino
especialmente que podemos agregar o que podemos dar de nosotros mismos.
Este
tiene que ser nuestro programa de oración y acción. Tomemos esto con
mucha seriedad. La institución familiar está en peligro y con ella toda
la sociedad. Tal vez dependa de nosotros, del fervor de nuestras
oraciones, de la sinceridad e intensidad de nuestros esfuerzos, que Dios
se compadezca de las necesidades apremiantes de nuestra perturbada
época. Por diez justos prometió Dios perdonar a Sodoma y Gomorra: ¿qué
no concederá a quien no contento apenas con rezar, se esfuerza en
realizar en si mismo y en los que lo rodean aquello que Él pide?
Aprendamos
a rezar, trabajar y amar - según lo que fue expuesto - y sin duda Dios
concederá a la familia gracias eficaces que podrán salvarla.
(Adaptación
del texto de J. Viollet, en Repertorio Universal del Predicador, tomo
XIX, pag. 191-196, Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1933).
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