El DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
“¡Ave María purísima!”
El primer testimonio es el de San Andrés Apóstol, en los albores de la Era Cristiana. Sin embargo, sería necesario esperar hasta 1854 para poder ver proclamado este dogma.
“¡Ave María purísima!” desde hace varios siglos en España, son éstas las primeras palabras del fiel al arrodillarse en el confesionario. “¡Sin pecado concebida!” responde el sacerdote.¿Constituyen estas cortas frases apenas un piadoso saludo? No. Ellas tienen un significado más profundo. Con certeza, eran éstas una señal por la cual el penitente indagaba la opinión del confesor: si éste proclamaba su fe de que la Madre de Dios fue concebida inmune de toda mancha de pecado, era digno de confianza; de lo contrario, no. Como adelante se verá, ¡era éste un tema de gran importancia en la Península Ibérica!
Desde San Andrés Apóstol
La Virgen María fue engendrada sin la menor mancha de pecado original. A lo largo de todos los siglos, están registrados en las páginas de la Historia los testimonios de numerosos santos, doctores y teólogos, en defensa de esta verdad de Fe.
El primero es el de San Andrés, quien ante el procónsul Egeu, afirmó con la autoridad de Apóstol del Señor: “Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciese de una Virgen igualmente inmaculada”.
Al inicio del siglo III, san Hipólito, mártir y obispo de Porto, escribía:“Cuando el
salvador del mundo resolvió rescatar al género humano, nació de la
Inmaculada Virgen María”.
Y San Agustín (S. IV-V) se expresa como una llamarada:
“¿Quién podrá decir: yo nací sin pecado? ¿Quién podrá gloriarse de
ser puro de toda iniquidad, sino (…) la santa e inmaculada Madre de
Dios, preservada de toda corrupción y de toda mancha de pecado?”.
No menos ardientes son los santos posteriores, desde San
Vicente Ferrer, hasta San Alfonso María de Ligorio, el cual hizo el
solemne juramento de dar la propia vida para defender el privilegio de
la Inmaculada Concepción.
Muy pronto esta prerrogativa de Nuestra Señora comenzó a ser
conmemorada en los actos litúrgicos de la Santa Iglesia. Hay indicios
de que ya a principios del siglo quinto se celebraba en el Patriarcado de
Jerusalén la fiesta de la Concepción de María. El Concilio de Letrán
(año 649) y el de Constantinopla (año 680) dan prueba elocuente de
que la devoción a la Virgen concebida sin pecado era común en la
Cristiandad en el siglo séptimo.
Disputa encendida
No obstante, lejos de ser punto pacífico, el asunto suscitaba discusiones, a veces
acaloradas. Lo cual es explicable en la Santa Iglesia tratándose de un tema doctrinario aún sin
un pronunciamiento infalible del sucesor de Pedro. En ambos lados de la contienda se
destacaban insignes santos y teólogos eminentes. Basta decir que grandes personajes del
Cristianismo, como San Bernardo y Santo Tomás de Aquino, ponían en duda la tesis de la
Concepción Inmaculada, juzgando insuficientes los argumentos presentados en su favor.
La oposición a ese singular privilegio de María tuvo dos benéficas consecuencias: un
aumento notable del ardor mariano, y un profundizar de los estudios teológicos en torno del
controvertido tema.
Progreso lento pero incesante
El número de ciudades, países, instituciones universitarias civiles y religiosas que
celebraban oficialmente la fiesta de la Inmaculada creció tanto que, en 1477, el Papa Sixto IV
la aprobó oficialmente y la enriqueció de indulgencias semejantes a las de la fiesta del
Santísimo Sacramento. Cinco décadas después, el Concilio de Trento reafirmó las decisiones
de Sixto IV.
Por esa época, las filas de los defensores de la Inmaculada Concepción se vieron
reforzadas por los teólogos de la recién fundada Compañía de Jesús. Es de notarse que esa
devoción fue implantada en el Brasil por los hijos de San Ignacio, ya en 1554. En los primeros
tiempos de su obra evangelizadora en tierras brasileñas, se construyeron capillas, ermitas e
iglesias bajo la invocación de Nuestra Señora de la Concepción
Sin aún definir el dogma, el Papa San Pío V restringió fuertemente la polémica en 1567, al condenar la tesis de un teólogo llamado Bayo, el cual afirmaba haber Nuestra Señora muerto a consecuencia del pecado original, heredado de Adán. Medio siglo después, Pablo V fue más lejos: decretó que persona alguna se atreva a enseñar públicamente que la Madre de Dios fue manchada por el pecado original.
Una ola creciente de entusiasmo
Para nosotros, hombres del tercer milenio, nos es difícil siquiera imaginar cuanto esta disputa de cuño exclusivamente religioso inflamó a todo el mundo cristiano, a partir del siglo XIV. No solamente teólogos, sino también reyes, magistrados, maestros y alumnos de las universidades, ricos burgueses y los más humildes plebeyos y campesinos: ¡No había institución o categoría social neutra o indiferente!
Algunos ejemplos serán suficientes para mostrar este saludable ardor colectivo.
En 1497, la Universidad de Paris instituyó como condición para doctorarse en ella, el juramento de defender para siempre la verdad de Fe de que la Santísima Virgen fue concebida sin pecado. En poco tiempo, fue imitada por las universidades de Colonia (Alemania), en 1499; Maguncia (Alemania) en 1501; y Valencia (España), en 1530.
En la entonces católica Inglaterra, las universidades de Oxford y Cambridge también conmemoraban la fiesta de Inmaculada.
No obstante, los países que más sobresalieron fueron España y Portugal. Es tarea difícil describir en el corto espacio de un artículo el contagioso entusiasmo de los católicos portugueses y españoles— desde los reyes hasta el más sencillo “hombre de la calle” — en el empeño de proclamar que jamás mancha alguna de pecado alcanzó a la Bienaventurada Virgen María. Por ejemplo, era común ver en las puertas de ciertas casas españolas esta advertencia al visitante: “No cruce este umbral quien no jure por su vida haber sido María concebida sin pecado original”.
El juramento de Sevilla
El pueblo español se destaca por la facilidad de llevar hasta las últimas consecuencias sus convicciones religiosas. No sorprende, pues, que haya sido el país donde más se hicieran declaraciones solemnes en favor de la Inmaculada Concepción.
La descripción del acto realizado en la ciudad de Sevilla en 1617 pinta con vivos colores cómo eran los juramentos de la gente.
Relata un cronista de la época que, al amanecer del día 8 de diciembre, “el viejo y santo Arzobispo” llegó a la iglesia llena ya de fieles y dio inicio a las celebraciones, que se prolongaron hasta las cuatro de la tarde. Danzas regionales propias a la dignidad del acto fueron ejecutadas durante la procesión. En el interior de la iglesia, volaban pájaros con cintas al cuello, con la inscripción: Sin pecado original.
Se inició la misa al medio día. Después del sermón, “comenzó el juramento de tener y defender la opinión de que la Virgen, Nuestra Señora, fue concebida sin pecado original”.
El primero en hacerlo fue el arzobispo, de pié y sin mitra, quien cantó la larga fórmula del voto. En seguida, el ceremoniero le hizo la pregunta:
—¿Su Excelencia Reverendísima promete y jura por estos santos Evangelios de Dios profesar y defender siempre esta opinión?
— Así prometo, así juro, así me comprometo solemnemente, así me ayuden Dios y estos santos Evangelios.
Cuando él extendió las manos sobre el Leccionario, sonaron festivamente las campanitas, repicaron las campanas de la torre, tocaron los órganos, se hicieron oír los cantores, entraron bailando los conjuntos de danza. De todos los labios brotó la misma exclamación: ¡María concebida sin pecado original!
Después del arzobispo, prestaron juramento los demás eclesiásticos, los nobles guerreros, comenzando por el general, Conde de Salvatierra, las autoridades civiles, y por fin, los fieles. “No quedó nadie sin jurar, y con esto la ceremonia sólo terminó a las cuatro de la tarde”, concluyó el cronista.
Universidad de Salamanca
Ese ardor del pueblo fiel ejercía, por así decirlo, una saludable presión sobre las instituciones sociales, eclesiásticas y civiles, para hacer análogo juramento: corporaciones de oficio, hermandades, monasterios, parroquias, cabildos, cámaras municipales, ciudades, las Órdenes militares (Calatrava, Santiago, Alcántara y Montesa), y, en la cima, los reinos de Castilla y León.
Merecen especial destaque las universidades de Sevilla, Granada, Alcalá, Santiago, Zaragoza, Toledo, Baeza, Valladolid, Barcelona, Salamanca, Oñate, Huesca, Osuna, Oviedo y Sigüenza.
De todas éstas, la más importante era la de Salamanca, por ser de fama mundial y por el gran número de sus estudiantes, más de siete mil. Se volvieron célebres las fiestas promovidas por esa universidad por ocasión del acto de juramento. Así, el “rey de los poetas de entonces” Lope de Vega, fue incumbido de componer una pieza teatral para ser escenificada ese gran día.
En la representación de la obra, tuvo lugar un caso “de los más significativos para conocer el entusiasmo que sentía por la Inmaculada el gran pueblo español del siglo XVII”, informa el cronista. Era costumbre de los estudiantes aclamar con “¡vivas!” a los colegas que respondían con brillo las preguntas de los examinadores o ganaban en las disputas literarias.
Sabiendo esto, el poeta hace terminar el segundo acto de su obra con la siguiente exclamación:
“¡Viva la Virgen, señores, concebida sin pecado!” Mal acaba el actor de exclamar, que todos los asistentes — príncipes, maestros, doctores, sacerdotes, damas ilustres, hombres rudos y niños — saltan como empujados por una fuerza mágica y responden al unísono con ensordecedores “vivas” que aumentan en todos los corazones el fuego del amor a la Inmaculada Concepción.
Conquistó el Reino de Portugal
Portugal no se quedaba atrás en la materia. En el siglo XVII, el culto a la Inmaculada conquistó todo el Reino, inclusive los territorios de las colonias.
En 1617, la famosa Universidad de Coimbra envió al Papa un mensaje afirmando su fe en la Concepción Inmaculada de María. En 1646, sus profesores prestaron solemne juramento de defender ese privilegio de la Madre de Jesús, quedando los estudiantes, a partir de entonces, obligados a prestarlo para graduarse. Este ejemplo fue imitado por docentes y alumnos de la Universidad de Évora.
Por decisión de la Cámara Municipal de Lisboa, en 1618 fueron grabadas en piedra en las puertas de la ciudad, inscripciones afirmando que la Virgen María fue concebida sin pecado.
Interpretando bien los deseos de sus súbditos, el rey Don Juan IV proclamó en 1646 a Nuestra Señora de la Concepción patrona de sus Reinos y Señoríos. Ocho años después, otro decreto real ordenaba que “en todas las puertas y entradas de las ciudades, villas y lugares de sus Reinos”, fuese colocada una lápida reafirmando a fe del pueblo portugués de que la Santísima Virgen no fue manchada por el pecado original.
En el siglo XIV, el Santo Condestable, Beato Nuno Álvares Pereira, hizo edificar en Viçosa la primera iglesia lusitana dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. A lo largo de los años, siguieron numerosas capillas y algunos magníficos templos, entre los cuales el Santuario de Sameiro, hoy gran centro de peregrinación en Portugal, superado apenas por el de Fátima.
El punto final de una polémica milenaria
Crecía una ola universal, clamando por una definición dogmática. A partir del siglo XVII, no sólo hombres de Iglesia — Cardenales, Arzobispos, Superiores de Órdenes Religiosas— sino también reyes y príncipes pidieron insistentemente a sucesivos Papas, la proclamación del dogma.
En 1830, en una de las apariciones a Santa Catalina Labouré, Nuestra Señora pide que ella mande acuñar una medalla con la inscripción: “Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”. Era una manifestación del Cielo en apoyo a los ardientes deseos del pueblo fiel en la tierra.
Cupo, al fin, al Bienaventurado Pío IX la gloria de pronunciar la palabra definitiva, un 8 de diciembre de 1854: “Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina de que la Bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, esa doctrina fue revelada por Dios, y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles”.
Habló la voz infalible de la Verdad, la cuestión quedaba para siempre cerrada. No había más necesidad de demostración alguna. No obstante, quiso la Madre de Dios poner, Ella misma, el punto final en la historia de esta lucha de dieciocho siglos. En el año de 1858, respondiendo a los reiterados pedidos de Santa Bernardita, de decir quién era Ella, respondió, en Lourdes: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Un punto final de oro, más resplandeciente que el Sol.
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